Maratón: Milcíades vence a Darío.

Maratón 490 a. C. Milciades-marathon– La noticia por la que murió Fidípides era crucial para la historia de Grecia. Poco más de 10,000 atenienses habían plantado cara un ejército de 70,000 persas y habían ganado a pulso.

Primeros días de septiembre, un gran ejército persa, al mando de los generales Datis y Artafernes, desembarca en la bahía de maratón, a 32 km al nordeste de Atenas. Tiene un encargo muy concreto del rey Darío: debían conquistar la ciudad griega y volver con sus habitantes cargado de cadenas.

Los atenienses, viendo invadido su territorio, se dirigen a la llanura de maratón con el grueso de su ejército y ocupan posiciones seguras. Ninguna otra ciudad estado de la Hélade se une a ellos para conjurar a la amenaza asiática, con la sola excepción de Platea (Beocia). Ni siquiera la peligrosa Esparta responde la petición de ayuda de Atenas. Están verdaderamente solos ante el peligro. Ellos eran los únicos griegos que acabaron enfrentándose al invasor.

Aquel no era únicamente un choque entre dos ejércitos, sino también de dos mundos antagónicos. Los bárbaros -como calificaban los griegos a los persas -frente a la democracia, oriente frente occidente. El imperio persa era, entonces, la mayor potencia de Asia. Su creciente expansionismo amenazó a los intereses económicos y también la seguridad de los pueblos helenos. Grecia se encontraba en el centro una enorme tenaza: las tropas persas habían dominado el sur, a la conquista de Egipto; el Norte, tras la ocupación de Macedonia; y el este, al controlar la costa de Asia Menor y la ruta del Mar Negro. Habían ido cayendo distintas islas del Egeo y sólo faltaba que los persas atacaran Atenas. Su superioridad militar era manifiesta. Darío disponiendo de una flota poderosa y lo que podríamos llamar una infantería de marina para desembarcar y entrar inmediatamente en acción. Eran más numerosos que los atenienses (70,000 frente a sólo 10,000) y contaban con su terrible unidad de élite, los llamados inmortales. Los primeros días, ambos ejércitos se dedicaron a reconocer el terreno. En las filas atenienses, las opiniones de los 10 generales que compartían el mando (los hacían de forma rotatoria) se hallaban divididas entre quienes eran partidarios aguardar acontecimientos y quienes propugnaban la acción inmediata. Milcíades, el más influyente de estos últimos, presionó al polemarco, Calímaco, para que rompiese el desempate a favor de su propuesta de actuar cuanto antes. Lo consiguió con un argumento convincente: «queda en tus manos, Calímaco, condenar Atenas a la esclavitud o liberarla…». El jefe supremo votó entonces favor del ataque inmediato.

El día que correspondía a Milcíades el mando rotatorio de las tropas, ordenó que el ejército formará al alba en orden de batalla, procurando presentar un frente de longitud similar al del ejército persa (unos 1500 m). Esto tenía un serio inconveniente: el centro de las fuerzas atenienses quedaba debilitado, pero a cambio le daba la posibilidad de actuar con unos fortalecidos flancos. Es decir, que esa estrategia convertía al ejército heleno en lo más parecido a un cangrejo de pinzas largas y poderosas, el truco estaba en saber moverlas para tapar los persas. Los atenienses enfrentaban dificultades adicionales: la caballería persa, que podía desbaratar cualquier ataque griego; y el papel de los arqueros, cuya lluvia de flechas podía impedir el avance atenienses. Milcíades aprovechó momento en el que los jinetes de Darío aún no estaban presentes en la formación enemiga, para lanzar su ataque. Respecto al riesgo de la lluvia de flechas, Milcíades optó por una decisión casi suicida: ordenó sus infantes avanzarán a paso rápido contra los persas, para hacer a continuación una carga a la carrera, con lo cual reduciría el tiempo en el que la falange griega se exponía y servía de blanco a los arqueros persas.

Los infantes iniciaron el trote en dirección hacia las fuerzas enemigas. Los atenienses cubrieron en poco tiempo los 2 km y medio que les separaba de la muralla de soldados persas y el choque frontal fue especialmente violento. La debilidad de centro griego pronto se tradujo, tal y como previsto, en su desmoronamiento; los persas iniciaron la persecución de los helenos y, en ese momento, las alas griegas, mucho más compactas, consiguieron imponerse a los flancos de Darío iniciando una maniobra envolvente sobre ellos y obligando a sus integrantes a una alocada huida hasta sus naves. La estrategia de cangrejo había funcionado. Acto seguido, los atenienses fueron cerrando el cerco sobre el centro del ejército persa que, sorprendido en una posición desfavorable (es decir, por los flancos y la retaguardia), fue duramente castigado antes de darse a la fuga. Perseguidos por los griegos, los persas sucumbieron a miles en las marismas que bordeaban la llanura de Maratón. Especialmente angustioso fue el reembarque en sus naves. Los griegos se hicieron con siete de los barcos y dieron muerte numerosos persas que trataban de llegar al resto de la flota.

Aquélla fue la primera gran derrota persa, que los escritores griegos se encargaron de magnificar, y supuso el principio del fin de la hegemonía asiática sobre el mar Egeo.

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