La cruzada contra los cátaros y la conquista de Occitánia

Montsegur cátaros
Castillo de Montsegur

Para poder comprender qué sucedió en el siglo XIII en el sur de Francia, deberemos hacernos eco de los acontecimientos anteriores al año 1209, como consecuencia de los cuales estalló por entero el país de Oc en lo que conocemos como «La cruzada contra los cátaros». En 1207, Raymond VI (1156-1222), conde de Tolosa, uno de los principales señores occitanos, casado con Leonor, hermana del Rey Pere I de Cataluña y II de Aragón, había sido excomulgado por el Papa Inocencio III por su negativa a combatir la herejía que recorría sus tierras. Aunque nunca renunció a su fe católica, toleraba y simpatizaba con aquellos «hombres buenos» de su condado, al igual que lo hacían sus súbditos, con total indiferencia entre los que eran cátaros y los que no lo eran.

Todo se detonó el 15 de enero de 1208. En una posada cerca de un pueblo llamado Saint Gilles du Gard, el legado papal Pierre de Castelnau se disponía a continuar su viaje tras el fracaso del encuentro que el día antes había tenido con Raymond VI. El conde quería que se le levantase la excomulgación, mientras el legado insistía en su obligación de combatir la herejía, ya que se encontraba en sus tierras y en las de su linaje más arraigada que en cualquier otro lugar. Como ya había sucedido en encuentros anteriores, no se pusieron de acuerdo, por lo que la reunión terminó con un aviso por parte del conde al religioso: «Andad con cuidado. Por allí dónde estéis, no os perderé de vista». Aquella mañana, Pierre de Castelnau y su séquito se disponía a tomar una barcaza y cruzar el Ródano. De repente, unos caballeros impiden el paso de los religiosos, entablando una fuerte discusión. Uno de ellos dispone su lanza en posición horizontal y asesta un golpe mortal al legado papal, hiriéndole de muerte; fallecería aquella tarde desangrado por tan terrible herida. Esta acto supuso un grave error por parte de los Tolosanos, que quedarían condenados para siempre. Fue de tal magnitud el acontecimiento, que instaría, a los pocos días, el repulso total de la Iglesia católica y, por tanto, la determinación de actuar por cuenta propia contra aquella herejía y los señores occitanos que la defendían.

Felipe Augusto, rey de Francia, cuyo reino estaba pasando un mal momento en aquella época, se lavó las manos y no dictó ninguna orden contra lo dictado por el Papa, como había hecho ya en anteriores ocasiones. Dejó que los caballeros de su reino que así lo desearan, combatiesen en aquella santa cruzada convocada por el Papa Inocencio III. Al rey le interesaba que algunos de sus caballeros conquistasen tierras, pues eso representaba un ensanchamiento de su reino y un mayor acercamiento a la Iglesia,dando a la cruzada, la primera en tierras cristianas, un cariz político además de religioso. Las condiciones dictadas por el Papa serían las mismas que en una cruzada en Tierra Santa, con la ventaja de que no había que viajar: la absolución de todos los pecados cometidos en la guerra, una permanencia mínima de 40 días y la suspensión de todas las deudas hasta su regreso.

Arnau Almeric, abad de Citeaux, nuevo legado personal del Papa e instigador constante de combatir el problema de la herejía, encabezaba la gran masa de 20.000 cruzados, más los porteadores (150.000 en total según algunos). El cronista de la época Guillermo de Tudela, que llegó a Languedoc a finales del siglo XII, nos narra en su Canción de la cruzada albiguense, cómo iban en cabeza todos los nobles y caballeros franceses seguidos por sus ejércitos; después los «ribalds», que eran mercenarios contratados y «que habían visto el cielo» por todo lo que aquello significaba, teniendo derecho de saquear todo lo que encontrasen y de sembrar el pánico; los porteadores, que eran los encargados de llevar todo el material necesario para una guerra: armaduras, armas, tiendas; y por último cocineros, picapedreros, leñadores encargados de conseguir madera para fabricar las torres de asalto, arietes, catapultas y demás instrumentos bélicos…

Raymond VI, a la vista de semejante ejército y temiendo perder su condado y su propia vida más que por el destino de los cátaros, tiene varios encuentros en Roma con Inocencio III, a fin de conseguir la paz. El Papa le pide, como muestra de su «reconciliación», la entrega de 7 castillos, además de algo mucho más humillante: el 18 de junio de 1209, en el mismo lugar donde se produjo la muerte de Castelnau, el conde Raymond VI, atado con una cuerda al cuello y desnudo hasta la cintura, fue azotado en presencia de la delegación papal, que le insultaba mientras suplicaba perdón y prometía penitencia. Con este sacrificio personal, el conde pudo evitar, momentáneamente, una matanza en sus tierras. Incluso pidió unirse al ejército como cruzado; muchos se opusieron, pero obtuvo del propio Papa el permiso para unirse a la cruzada, quien ordenó que se le respetase… de momento.

Todo estaba dispuesto para empezar a «extirpar el mal» de tierras occitanas. Aparece en escena otro gran noble occitano, Raymond Roger de Trencavel, vizconde de Carcassona, Beziers y Albi, un joven de tan sólo 24 años que, viendo el destino que iba a correr, pretendió actuar de la misma forma que su tío Raymond VI. El legado Almeric no aceptó tal proposición, no podía aflojar en el mismo momento de empezar la acción. El ejército cruzado se dirigió hacia la ciudad de Beziers, mientras pequeños pueblos caían rendidos y todos los cátaros que encontraban perecían en las hogueras. El 22 de julio el ejército llegaba a la ciudad, que había sido avisada por el vizconde Trencavel. La orden de los cruzados era entregar a todos los herejes, más una lista de 222 nombres entre los que se encontraban tanto burgueses que abrazaban el Catarismo como algunos herejes reconocidos. La evidente respuesta de la ciudad no se hizo esperar: «Nunca cederemos ante tales proposiciones… preferimos morir cátaros que no vivir como cristianos».

Se empieza a preparar un asedio a conciencia, los cruzados son conscientes de intentar resolver el conflicto antes de la cuarentena y de la importancia que tendría la toma de una ciudad como aquella. De nuevo un error decantaría la guerra hacia el bando cruzado, pues lo que parecía iba a ser un largo asedio, acabó el mismo día 22. Un grupo de gente de la ciudad, llevando a cabo una misión para reconocer el terreno, olvidó cerrar la puerta por la que abandonaron la muralla, y un grupo de ribalds consiguió hacerse con el dominio de la puerta, por la que entró todo el ejército a golpe de espada.

Absolutamente todos los cronistas de la época, fueran del bando que fueran, coinciden en la escalofriante matanza por la toma de Beziers. Tudela nos lo narra de la siguiente manera: «Los sacerdotes se visten con sus ropajes, tocan las campanas como si tocaran a los difuntos (…) no pueden evitar que los ribalds asalten todo cuanto encuentran, incluidas las iglesias. Nada puede protegerlos de la muerte, ni las cruces ni los altares (…) han degollado sacerdotes, mujeres, niños, ancianos, tal vez creo que no sobrevivió nadie. Temo que nunca, ni en tiempo de los árabes, se produjo una matanza tan aterradora». La ciudad contaba con unos 15.000 habitantes, que fueron asesinados. Lo que pudiera parecer un acto totalmente descontrolado, tenía cierto grado de premeditación, pues eso provocó que a partir de entonces todos los pequeños pueblos y castillos feudales se rindieran sin ningún tipo de resistencia.

A principios de agosto la ciudad de Carcassona era asediada. El rey Pere I actuaba de mediador defendiendo a sus vasallos y buscando soluciones al conflicto, pues muchos de los castillos calificados de cátaros eran en realidad de nobles aragoneses y catalanes, ya que en la situación del mapa político del siglo XIII, Aragón y Cataluña extendían sus dominios hasta Tolosa, pasando por todo el Languedoc y llegando hasta la Provenza. Tras largas negociaciones sin éxito, el rey abandona Carcassona.

El vizconde Trencavel, en un intento de evitar la guerra, se desplaza al campamento cruzado, donde es hecho prisionero el 15 de agosto de 1209. Carcassona cae tras varios días de ataques por parte de los cruzados, que logran entrar en la ciudad. Pero quedan estupefactos, todos sus habitantes han desaparecido; según algunos historiadores, huyeron por túneles subterráneos, dejando atrás todas sus pertenencias, excepto aquello que podían cargar. El vizconde fue encerrado en las mazmorras de su propia ciudad, donde murió «oficialmente» de disentería el 10 de noviembre, con tan sólo 24 años. Por otra parte, Simón de Monfort, del bando cruzado, señor de Monfort y conde de Leicester (Inglaterra), es nombrado señor de las tierras que pertenecían al vizconde por haber sido un feroz combatiente. Más tarde encabezó durante 9 años una sangrienta conquista de las tierras Occitanas y acabó siendo llamado por sus vasallos «el verdugo de Occitánia».

En 1210 cae Minerve y se prende la hoguera para 150 herejes, entre Perfectos y Creyentes. Después le tocó el turno al castillo de Termes y al de Cabaret. En 1211, la ciudad de Lavaur, en donde 400 cátaros son quemados. Poco a poco, el territorio del conde Raymond VI es conquistado por el temible Simón de Monfort. Las hogueras contra los «buenos hombres» se encienden por todo el país. La situación general propició la aparición de los faidits, señores desposeídos de sus ducados y condados, nobles que habían perdido sus tierras y que iban de castillo en castillo defendiendo a los nobles que todavía las conservaban. Este hecho provocó un acercamiento de la nobleza hacia los cátaros, creando un estrecho vínculo de unión entre cátaros y faidits, quienes defendían con su propia vida a los herejes como si de nobles se tratara. Los faidits conservaron su fe católica, exceptuando algunos que en el momento en que la fortaleza había sido perdida, pedían recibir el «Consolament» cátaro, para morir con aquellos a los que habían defendido.

Batalla Montsegur
Batalla Montsegur

La conquista completa del Lauragais, de la comarca del Albi, del bajo Quercy y la comarca de Agen, hacen irremediable una guerra en la que intervendría el propio rey Pere I. El 12 de septiembre de 1213, las fuerzas de Simón de Monfort luchan contra un ejército catalano-aragonés y otro occitano, encabezado por Raymond VI y el Conde de Foie. Se enfrentaban por la reconquista de la ciudad de Muret. La superioridad numérica del bando aliado hizo tomar un exceso de confianza a la tropa, y cuando se enfrentaron al ejército cruzado, resultaron derrotados debido a la enorme disciplina guardad por estos. El sonido de la batalla nos lo narran así los cronistas: «…se oía el mismo ruido que si se talaran a la vez todos los árboles de un bosque». Entre tal estruendo, dos caballeros franceses tenían la orden de matar al rey Pere I, pues era la única esperanza de Simón de Monfort para salir victorioso. Cuentan que fue abatido un caballero vestido con la armadura del rey y que ante la facilidad del caballero francés para acabar con su vida, se extrañó exclamado: «Este no puede ser el rey, tiene fama de ser un valeroso guerrero». Entonces el rey, que estaba próximo y lo escuchó, levantó su espada al grito de «¡Aquí tenéis a vuestro rey!», imprudencia que le costó morir aquel 12 de septiembre de 1213, al abalanzársele encima una docena de caballeros franceses.

A partir de aquí, la cruzada no tiene rival, irá cayendo paulatinamente Occitánia entera y con ella el Catarismo, que apoyaba la independencia de Occitánia y fue extirpado de raíz. Los caballeros de uno y otro bando fueron relevados ccuadro_cataros_04on el tiempo por sus descendientes, y nuevos Papas y nobles se unieron a la causa anticátara, hasta que al fin, el 1 de marzo de 1244, se asestó lo que sería el golpe definitivo al Catarismo: cae Montsegur, sede de la iglesia cátara y templo espiritual para los Perfectos. Tras una tregua de quince días, el 16 de marzo, 205 cátaros fueron quemados en una enorme hoguera a los pies de la montaña; entre ellos se encontraban los más altos representantes del Catarismo, la nobleza de la zona y algunos caballeros faidits.
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La guerra duró todavía hasta 1255, año en que es destruida la última resistencia, el castillo de Queribús. En 1271 Occitánia quedó «libre de herejes» y anexada a la corona francesa. De esta manera terminaría el gran sueño de los caballeros occitanos: un país libre de todos sus sentidos, tanto político como religioso. La cruzada, que supuestamente comenzó siendo espiritual, acabó siendo una masacre político-religiosa, con centenares de miles de muertos, exterminando cruelmente aquellos «buenos hombres», que por su forma de pensar y ver el mundo, fueron «purificados» por el fuego de la intolerancia y el acero de la ambición.

Un trovador occitano del siglo XIII cantó: «Cada 700 años, renacerá el laurel». Hoy, que apenas han pasado 750 años de su historia, el eco de aquella profunda espiritualidad atrae todavía poderosamente a investigadores y público en general que se preguntan el motivo de tan salvaje destrucción.

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